Febrero
Durante muchos años rondaba en mi cabeza pintar el cementerio de mi ciudad, pero nunca acababa de decidirme, unas veces porque dudaba del tema, otras porque no me veía capaz. Pero el año pasado decidí que, ocurriera lo que ocurriera, tenía que empezar ya. Después de unos días de idas y venidas pidiendo los papeles necesarios para pintar y todo ello muy bien atendido por una chica que se habría extrañado menos si hubiera entrado en la oficina con un muerto en vez de con un caballete, pude empezar.
Estuve pintando todo los días de febrero que el tiempo y los asuntos de la vida me permitieron. Durante aquellos días metido en aquel cajón de cemento nunca tuve tan claro lo que corre el tiempo y sus inmediatas consecuencias en la observación objetiva. El sol se movía a tal velocidad que en dos horas las sombras se contradecían. A medida que se acercaba marzo notaba todavía más esos cambios.
El último día de febrero recogí los trastos y ya no los guardé en el cuarto que tan amablemente el personal de mantenimiento me había cedido. Volví al estudio con la esperanza de que el próximo año, cuando llegara febrero, siguiera intacto mi interés por el tema.
Llegó febrero y una llamada del departamento de dibujo de la facultad de bellas artes de Barcelona ha hecho que no pise el cementerio este año. Dejando el cuadro pausado hasta febrero de 2016. Lo más curioso es que una de las asignaturas que he estado impartiendo es anatomía, específicamente la osteología. Si lo pienso bien, de hecho, he seguido estudiando y observando huesos, pero desde otra perspectiva. En cierta manera no he salido del cementerio.